Comencé como un inocente chiquillo en una familia protestante donde los domingos eran para la iglesia. Leí la Biblia dos veces, ¡sí, dos veces! Pero pronto empecé a notar que Dios, el de antes y el de después, no parecían estar en la misma sintonía. Me quedé pensando, ¿Dios se tomó unas vacaciones entre los dos testamentos?
Mi huida de la religión me llevó a abrazar la ciencia con fervor. Me volví un devorador de artículos científicos, y, claro, me convertí en un "intelectual" de pacotilla que se burlaba de los creyentes con argumentos cargados de sarcasmo. Sin embargo, mi abrazo al ateísmo me condujo a un nuevo dilema: lo que percibía como la "superficialidad" de la física.
Fue entonces cuando me encontré con un paradigma completamente diferente: el gnosticismo. A través de sus enseñanzas, aprendí sobre la dualidad de la realidad física, el concepto del Demiurgo y las tres naturalezas. Mi mente se abrió a la idea de que vivíamos en una especie de cárcel espiritual.
Pensar en estas cuestiones metafísicas me llevó al abismo de la depresión. Me sumí en el nihilismo, creyendo que la vida carecía de sentido. Caí tan bajo que, en cierto sentido, "encontré a Buda en mi camino y lo 'mate'".
Así que aquí estoy, disfrutando de la montaña rusa de la existencia y estando en ZEN, enseñanza tan milenaria y poco tomada en serio por "eruditos del conocimiento".